“Optica Segurola tiene una historia que se remonta al año 39, cuando mi abuelo la fundó”, nos cuenta Jorge Alessandrini. Hoy el local de Segurola 1478 tiene una decoración moderna, cuidada, impecable. Jorge conjuga la herencia de una tradición familiar con su propia experiencia vital. A lo largo de la entrevista, nos lleva desde el taller de superficie en el que antiguamente se daba forma al vidrio de las lentes, hasta la variedad de modelos que ofrece hoy el mercado de anteojos. He aquí ochenta años de historia, contados a través de la mirada de un óptico.
Jorge tiene hoy poco más de 50 años y cuatro hijos (tres ya grandes de 19, 21 y 23 y uno pequeño de 2). Creció en la calle Moctezuma, jugando carreras de autitos de plástico sobre pistas dibujadas con tiza en el asfalto.
“Yo era un purrete, mi mamá iba a hacer las compras, me llevaba de la mano, y siempre pasábamos por el negocio donde estaba mi abuelo. Antes del año 71 el local estaba enfrente de donde está ahora, al lado de la pizzería La esponja, en Segurola 1413. A mí me gustaba meterme y hurgar entre las maquinitas que usaban para recortar los cristales o curiosear los instrumentos de medición.”
VV: Me imagino que tu abuelo pertenece a la generación de inmigrantes, ¿cómo fue que llegaron a abrir una óptica en la Buenos Aires del año 39?
Mi abuelo era el séptimo hijo de una familia italiana, viajó desde Italia en la panza de mi bisabuela. Ni bien llegaron a Argentina se instalaron en Córdoba, en la localidad de Cabrera. Cuando mi abuelo tenía 12 años se mudaron a Buenos Aires al barrio de La Boca. Para ese momento, mis tíos abuelos ya trabajaban en ópticas o en talleres de superficie, que era donde se pulía la superficie de las lentes con diferentes curvaturas para darles el aumento. Muchos de mis tíos abuelos fueron fotógrafos u ópticos. Lo aprendieron trabajando con la familia, sin estudio formal.
Ellos vinieron de Italia después de la Primera Guerra Mundial, expulsados por la hambruna de Europa. Mi bisuabuelo era músico, tocaba el violín en la orquesta de una iglesia, trabajo por el que cobraba un sueldo. Es el sacerdote de esa Iglesia el que los trae a Argentina. De los Alessandrini hay dos que se dedicaron a la música, el resto se dedicó a la óptica.
En 1939 mi abuelo alquiló el local que te contaba, en el que abrió Óptica Segurola. Mantuvo ese alquiler hasta el año 71, cuando pudo comprar el local en el que estamos hoy. Al principio ellos tenían la vivienda atrás. El local estaba adelante y por un pasillo se iba al fondo donde estaba la casa. Allí vivió mi papá hasta los 18 años, cuando se mudaron a una casita que había comprado mi abuelo.
Mi abuela era de este barrio. Nació en el pasaje Delambre. Ella y su hermana tenían una librería en la misma cuadra en que mi abuelo tenía la óptica, “Librería Tito” se llamaba. Así es como se conocieron.
Según cuenta mi viejo era la única óptica que había entre Liniers y Flores. Mi abuelo llegó a tener un taller de superficie propio y proveía a ópticas del Centro, de Flores, de Liniers.
¿Y cómo fue tu vida en aquella época, qué cosas te gustaban?
Cuando era pre-adolescente fui jugador de básquet. Estaba federado, jugaba en el club Sitas (que es la Sociedad Italiana de Tiro al Segnio -tiro al blanco). Es un club que todavía existe en El Palomar. Íbamos con mi hermano, nos tomábamos el colectivo 53, él hacía fútbol y yo básquet. Más adelante me incliné por el modelismo. Siempre tuve mucha habilidad manual y siempre me gustó lo que es el funcionamiento de cosas mecánicas. Armaba aviones a escala. Venían las piezas de plástico con los hombrecitos, yo pintaba todo y luego lo armaba. Tenía una colección.
El secundario lo hice en un colegio industrial, me recibí de Maestro Mayor de Obras, pero al terminar hice algunas materias para convalidar el título y me recibí de Óptico Técnico.
¿Cómo fue el traspaso generacional de la Óptica?
Mi papá y mi abuelo trabajaron juntos durante muchísimos años. Yo empecé trabajando con ellos, ocupándome del taller: estaba en la confección, en el armado de los cristales, el centrado de las lentes. A mí nadie me conocía porque siempre estaba encerrado atrás. Eran mi abuelo y mi papá los que atendían en el mostrador.
Después vinieron esos años en los que uno por ahí está como enfrentado a su padre y me fui a trabajar a otra óptica como empleado. Pero cuando en el año 2000 falleció mi abuelo, le dije a mi viejo “voy a volver”.
Así como él había estado con su papá, así estoy yo ahora con él. Al día de hoy él está más retirado. Ahora soy yo el que se sienta con el cliente, me gusta el trato con la gente, poder informarles cuál es el producto más adecuado para su necesidad visual, me capacité para eso.
¿Qué cosas cambiaron en el mercado de la óptica en todos estos años?
En lo que es salud visual, antes usar anteojos era la única opción para quienes tenían problemas de visión. Después apareció la lente de contacto y luego la cirugía refractaria, que permitió que mucha gente dejara de usar anteojos.
Hoy lo que destaca en la óptica es el diseño. Cuando yo era chico abría los gabinetes para ver los anteojos, y había cuatro modelos para caballero, cuatro para dama y a veces encontrabas un modelo para niños. Hoy el anteojo forma parte de un accesorio de moda, como lo es un reloj o un par de zapatos. Eso hizo que el negocio de los anteojos continúe.
¿Por qué son tan caros los anteojos de buena calidad?
Lo que es caro de un anteojo de calidad es la confección. El material que se utiliza se llama zilo: es un acetato en plancha, que sólo se fabrica en Italia. Se fabrica en distintos colores, jaspeado, negro, se puede hacer mate o brilloso. Ese material se trabaja como si fuera madera terciada, se cala de la misma manera. Luego se pule en tambores de pulido, con piedras o con tela de pulir. Eso tiene un costo caro.
Acá en Argentina se comercializan más o menos cincuenta marcas distintas de anteojos de calidad. Las fábricas están en China, Corea, algunas en EEUU, en la Unión Europea, también llegan cosas muy buenas de Turquía y de la India. En Argentina sólo hay fábrica de anteojos de metal, que tiene una confección distinta. Hay una marca llamada Armacel, que tiene más de 50 años, y que yo sepa es la única que queda.
¿Cómo ves al barrio hoy, pensándolo en perspectiva, habiendo vivido acá toda la vida?
El barrio creció mucho, se desarrolló. Ésta siempre fue una cuadra comercial, pero cada vez hay más comercios que se esfuerzan en ponerse lindos. Se ha ido poniendo más atractiva lo que es la zona comercial a cielo abierto de Segurola entre Juan A. García y Juan B. Justo, por poner un espacio geográfico.
En esta cuadra hay negocios que tienen los años de la óptica, hay mucha gente con la que nos conocemos de toda la vida. Hay un intercambio permanente entre un comerciante y otro, no hay competencia, hay camaradería. Nosotros seguimos creyendo en el barrio y apostando a que éste es nuestro lugar para desarrollarnos.
¿Y qué se perdió? Se perdió la vereda, que los chicos puedan jugar en la vereda. Es cierto que ahora los clubes y centros culturales fueron agrupando lo que antes pasaba en la calle, ahora las actividades se realizan allí adentro, tienen muchas propuestas y eso está bueno. ♦