Subite a mi burbuja

Susana Pose es guía de turismo. La pandemia frenó su trabajo y la pausa le permitió recuperar el vínculo con el barrio. Ahora organiza paseos para vecinos que quieran recorrer las calles de siempre con ojos nuevos.

Susana Pose es guía de turismo. La pandemia frenó su trabajo y la pausa le permitió recuperar el vínculo con el barrio. Ahora organiza paseos para vecinos que quieran recorrer las calles de siempre con ojos nuevos.

Subite a mi burbuja

Susana Pose es guía de turismo. La pandemia frenó su trabajo y la pausa le permitió recuperar el vínculo con el barrio. Ahora organiza paseos para vecinos que quieran recorrer las calles de siempre con ojos nuevos.

Desde el balcón de su casa grande, Susana mira el pasaje. Antes de la pandemia casi no salía al balcón. Antes, se levantaba, se cambiaba y se iba rumbo al puerto o rumbo a un hotel del centro. A partir de marzo del 2020, tuvo mucho tiempo para mirar el barrio desde su casa.

Su pasaje es el Tacuara, uno de los que entrecortan las manzanas desde Segurola hasta Mercedes, a la altura de Magariños Cervantes.  Su casa y las de sus vecinos se parecen. Los gruesos muros de ladrillo a la vista, la pintura blanca, en la altura una terminación con aberturas angostas y alargadas haciendo las veces de baranda. La construcción recuerda a las viviendas mediterráneas, con un aire de castillo medieval. “Estas casas fueron hechas durante la presidencia de Irigoyen, en la década del veinte”, cuenta la guía, y precisa: “Era un barrio destinado a empleados municipales.” “De los vecinos que se mudaron en esa época ya no queda nadie, la última murió hace diez años.”

Susana y su marido llegaron a Floresta en 1977, veinteañeros y recién casados. Proyectaban en esa casa una vida con hijos y un espacio de trabajo para él, que se dedicaba a la venta mayorista de herramientas.

“Jimena nació el 1 de enero de 1980”, recuerda Susana a su hija mayor, y describe un vecindario lleno de chicos: en su casa y en la de un poquito más allá, en la de enfrente y también en la de la esquina. Eran diez, doce, que andaban en bicicleta, jugaban a la pelota, tomaban la vereda. También entraban en las casas, los más amigos se quedaban a dormir. En verano se armaba en el patio la pileta de lona y ahí pasaban la tarde los chicos de la cuadra. “También nosotros fuimos creciendo acá adentro”, reflexiona, y saliendo del recuerdo, sentencia: “Hoy la casa nos queda muy grande”.

El buen consejo

De su adolescencia conservaba el recuerdo de una gran amistad: una compañera del Comercial 17 que en tercer año se fue a vivir a Israel. Las cartas fueron y vinieron durante un tiempo y Susana las guardó por siempre, con la añoranza de volver a tener noticias de su amiga. Hasta que Internet abrió la puerta al reencuentro.

“Le dije a mi hija cómo me gustaría conectarme con Silvia y Jime me propuso que le mandemos un mensajito por ICQ, que era un programa tipo Messenger. Mi hija puso el nombre en el buscador. ¨Hay varias Silvias Shoffer en ICQ, hay una en Venezuela, otra acá en Argentina y otra en España¨, me dice. Le digo ¨escribile a la de España¨. Entonces Jime le pone: ¨Hola, ¿alguna vez viviste en Argentina?¨, y al otro día encontramos la respuesta: ¨¡No me digas que sos mi compañera de banco!¨. A partir de ahí recuperamos la amistad”.  La adolescente que dejó Argentina había vivido en Israel hasta hacer el servicio militar y después se había mudado a España.

Corría el 2001. Susana, que vendía seguros para la compañía Zurich, recibió como regalo de la empresa un viaje a esa ciudad. De Zurich tomó un avión a Madrid para abrazar a su vieja amiga, ahora una psicóloga que trabajaba en investigación de mercado. Dos años después Silvia vino a Buenos Aires y Susana fue su anfitriona, salían a pasear juntas y Silvia le decía “sos re buena mostrando la ciudad, tendrías que hacer algo de turismo”.

Te puede interesar  "Donde existe una necesidad, nace un mural"

El consejo dio en la tecla. Con sus hijas ya grandes, Susana en su casa respiraba el aire del nido vacío. Tenía casi 50 y tenía un pendiente: hacer una carrera terciaria. Hojeando el suplemento Viajes del diario Clarín, encontró por dónde seguir: una publicidad de la carrera de turismo del IFT N° 7, el terciario que funciona en el Colegio Vieytes en horario vespertino. Averiguó los requisitos para ingresar y dio con un escollo: tenía que aprobar un examen de inglés. Probó primero una estrategia sencilla, buscó en un cajón olvidado los apuntes de sus hijas, trató de dilucidar el contenido y aunque poco entendió se presentó a rendir. La bocharon, se volvió a presentar y la bocharon de nuevo. Entonces se anotó en los cursos de inglés de la UBA pero la bocharon por tercera vez.

Susana, en vez de amilanarse, encaró a la directora del terciario. “Le dije que me diera una oportunidad, que cual era la importancia de que supiera inglés si después lo iba a estudiar en la carrera. A lo sumo, le dije, yo no me voy a recibir porque me va a quedar inglés libre, pero deme la oportunidad, yo tengo 50 años, ¿cuántas oportunidades más voy a tener?” El reclamo surtió efecto. Susana entró a la carrera y en tres años y medio la terminó. Dice que aprender portugués le resultó muy fácil e inglés también: terminó aprobando con diez.

La guía

Qué acertada había estado la amiga. Ni había terminado la carrera y ya estaba trabajando de guía. Su ingreso en el oficio coincidió con los años post devaluación del 2001, en que el turismo internacional llenaba los hoteles en Buenos Aires. A Susana una compañera le avisó que en el puerto estaban contratando gente que se ocupara de hacer el check-in a los turistas que subían a los cruceros. “Ponele que el barco salga a las cinco de la tarde, entonces ese día entre las diez y las tres se recepcionan a 3500 personas. Eso lleva mucho tiempo porque hay que chequear la documentación de cada uno antes que pasen por migraciones”.

Al poco tiempo de trabajar en el check-in pasó a encargarse de los paseos. “El circuito siempre era el mismo. Te subían en un micro con cuarenta personas, ibas a Plaza de Mayo, ibas a Recoleta, ibas a La Boca. A veces hacíamos “city tours” de cuatro horas y otras veces de siete u ocho. Entonces también íbamos a almorzar, y después a la noche ya me quedaba por el puerto porque a las ocho salíamos al show de tango. Y por ahí al día siguiente me tocaba ir al Tigre.” Este trabajo a tiempo completo llenó la vida de Susana hasta el verano del 2020.

Te puede interesar  La memoria como necesidad social

Subite a mi burbuja

Recluída en su casa por la pandemia, la guía mira desde el balcón y repasa mentalmente lo que aprendió de estos barrios. “Estudiar la historia de Buenos Aires en la carrera, saber cómo llegamos desde la fundación en 1580 a lo que es hoy, me dio vuelta la cabeza”. Ahora desde el balcón recuerda lo que sabe: que en el 1700 la vista desde allí sería la de algunas quintas dispersas y que a principios del siglo XX se perfilarían en el horizonte las vías del ferrocarril San Martín. Mirando hacia la iglesia San Pedro, se imagina el hospital neuropsiquiátrico construido en 1920, para pacientes de familias acaudaladas, cuyos jardines eran la actual plaza Monseñor Laffite.

Desde el semi encierro que poco a poco fue aflojando, en el invierno del 2021 la guía lanzó a sus vecinos una propuesta turística de cercanía. “¿Alguna vez te imaginaste en ser turista en tu propio barrio?”, posteó en las redes sociales. “Te espero para recorrerlo y conocer todos sus secretos”, prometía su flyer. Llamó a la iniciativa “Subite a mi burbuja”, resignificando una palabra fuerte del glosario pandémico.

El primer paseo fue por Monte Castro. Susana apuntó en su cuaderno el mapa del recorrido, hilvanando épocas. Que el pasaje Albania -escondido entre Marcos Paz y Benito Juarez – se llama así porque sus casas se construyeron para dar alojamiento a inmigrantes de ese país, en un plan financiado conjuntamente por el gobierno argentino y el italiano al finalizar la primera guerra mundial; que Villa Real debe su nombre a que Sobremonte tenía en esas tierras su estancia de descanso; que el mural La Familia, una pintura deteriorada que debería engalanar la entrada de la Galería Jonte, fue pintada en los 60 por Juan Manual Sánchez; y la jirafa de Cegatori, Mirando Miranda; y la historia del barrio en los muros de All Boys, obra del artista plástico Julián Cheula e integrantes de la comisión de cultura del club, realizada el febrero último.

Susana ya no se imagina volviendo al puerto. Parar la pelota y quedarse en casa le dio otra perspectiva. Jubilada, con 66 años, decidió cambiar sus prioridades. “Ayer me llamaron de la escuela de mi nieto porque lo habían mandado en Crocs y se le había hecho una ampolla. Mi hija estaba trabajando, mi yerno no atendía el teléfono, entonces fui yo y le lavé los pies. Tengo ganas de tener tiempo para trabajar un poco de abuela”, dice. Mientras tanto, su burbuja anda por los barrios invitando a nuevas caminatas. Quienes se fascinen como ella con las historias que guardan calles y casas, están avisados. Búsquenla en su Instagram @subiteamiburbuja y ¡buen viaje! ♦

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *