Advertencia para lectores: lo que sigue es una ficción inspirada en el recorrido histórico que en ocasión del cumpleaños de Monte Castro organizó la Asociación de Comerciantes y condujo Rossana Castiglione, arquitecta y miembro de la Junta de Estudios Históricos del barrio. Parte de la información utilizada surge de su relato y parte de otras fuentes consultadas por la autora (1).
Recorrer cinco siglos en una tarde agita el pelo y las ideas. Sumergirse con los colores del 4k en escenas que conocíamos en sepia, trastoca los sentidos del pasado y del presente. Así andábamos por Monte Castro este grupo de viajeros: sin prejuicios, sin edades que nos distingan, sin grietas que nos distancien.
Volvimos a nuestra nave luego del concierto de Libertad Lamarque en el teatro Febo, borrachos de tango. Cantábamos a coro “Él vino en un barco de nombre extranjero, lo encontré en un puerto un anochecer…”, después una de nosotros entonaba la poesía de «Gaucho Sol», quizás porque en ese instante los rayos oblicuos del atardecer iluminaban el barrio tal como la metáfora de esa canción: “Nos da el sol en retirada / de un tajo degüella el cielo / y la sangre que va al suelo / deja una mancha morada…”.
Así andábamos este extraño grupo del siglo XXI, invisibles para las vecinas y vecinos de hace cien años, cantando mientras nuestra guía, la Señora R., escribía en la pantalla de la nave intertemporal la nueva fecha de destino: un poquito más adelante nomás, la década del 30.
El mercado y la olla
La mañana tenía olor a mandarinas, a tomates, a choclo y a zapallo. Al menos eso me pareció sentir, olor a vegetales. Es que estábamos frente al “Mercado Jonte”, donde los carros llegaban cargados con la cosecha de las quintas cercanas. La fachada art-decó del enorme galpón nos resultó muy familiar porque sobrevive en nuestro presente, aunque hay que querer verla para encontrársela entre la arquitectura posterior que la fue escondiendo.
Con los pies en los años 30, vimos que todo el movimiento giraba alrededor de ese mercado de abastecimiento: “son los dinamizadores del entorno inmediato”, nos explicó la señora R., y nos hizo notar cómo la urbanización se concentraba a lo largo de la traza de Jonte, mientras que si alejábamos un poco la vista, veríamo que las casas se entremezclaban con quintas y baldíos. Vendedores ambulantes también ofrecían lo suyo, algunos a pie y otros en carro. Pasó un lechero, incluso, acompañado por su vaca. Ambas formas de comercio convivían.
En el mercado, nos llamó la atención una mujer de mediana edad que iba de puesto en puesto. A su paso todos la saludaban, “Buenos días Señorita Angelita”. Un muchacho la acompañaba, cargando en una carretilla las provisiones que los puesteros le donaban. “Creo que sé quién es –dijo la señora R.– Ella es la catequista, la directora del coro y de la escuela-taller de la parroquia San Pedro. Además, en este tiempo de crisis, ella lleva adelante una olla popular”. No nos sorprendió ese parecido con nuestro presente, todos sabíamos que a los años 30 se los llamó “la gran depresión”, y que en la historia argentina quedó rotulada como “la década infame”. Sabíamos que la desocupación había estallado y, si bien en este barrio de producción frutihortícola parecía que la vida seguía su curso habitual, mucha gente necesitaba de la solidaridad.
Volvimos a nuestra máquina. La señora R. apretó el botón Random y “que la nave nos sorprenda”, dijo. Una sacudida, un destello, y el panel de comandos con sus letras electrónicas anunció: 17 de octubre de 1945.
Obreros y estudiantes
Tuvimos que corrernos hacia una calle lateral porque se nos venía encima una columna de gente que avanzaba por la avenida, mientras nosotros, muy tranquilos, seguíamos en el medio de Álvarez Jonte mirando el barrio a nuestro alrededor. Eran obreros y obreras que vendrían caminando desde más allá de la General Paz. A su paso, más trabajadores se sumaban a la marcha que terminaría en Plaza de Mayo. Algunos viajeros de tradición peronista creyeron ver, entre las caras de la multitud, las de sus parientes mayores.
Rodamos por el barrio en el tiempo y el espacio. Avanzamos por Sanabria hacia el oeste y, con el paso de los años, el paisaje se fue haciendo más familiar. Nos acercábamos a los años 50. Llegamos hasta Santo Tomé donde el ladrillo a la vista planta su estética en dos construcciones industriales: el Laboratorio Parke Davis y la fábrica de Vinagre Huser, que estaban funcionando a pleno.
“Hasta hace poco, en estas manzanas había un importante club de la comunidad irlandesa en el que practicaban el deporte hurling”, nos contó la Señor R. Y nos dijo que cuando el club se mudó, las tierras se lotearon y más o menos al mismo tiempo construyeron las dos fábricas. “¿Saben a dónde se fue el club? A Hurlingham, es por este deporte que la localidad bonaerense se llama así”.
Frente a las fábricas, envueltos en el espíritu industrialista, dos viajeros recordaban su tiempo de estudiantes de escuela técnica. Picados por la curiosidad, propusieron que visitáramos la 27 y la 35. ¿Ya habrían sido inauguradas?
Llegamos a Baigorria y Lope de Vega en 1953. A la escuela de automotores se la veía flamante. Un grupo de jóvenes iba caminando por la vereda, uniformados con un grueso delantal del que asomaba el cuello de la camisa y la corbata. Conversaban animadamente sobre lo geniales que eran las máquinas importadas que tenía la esccuela. Pero todavía no era «la Técnica 35», nos dijo nuestra guía que primero el gobierno la bautizó como Escuela Fábrica de la Nación Nro. 136 Automotores Eva Perón. Aunque no duró mucho tiempo el nombre, solo hasta el golpe de Estado de 1955.
«¿Y la escuela de química?», preguntó un viajero egresado de la 27. “No la construyeron todavía, está funcionando en Floresta en una casa-taller de Goya al 300”, nos dijo nuestra guía y, sacando cuentas, agregó sonriendo: “por estos años hay un estudiante que cuando crezca dará que hablar, se llama Jorge Bergoglio, y su papá es el presidente de la cooperadora”.
La galería, el mural y la calesita
Volvimos a la nave, nuestra maquinista puso en marcha el motor y nos dio una noticia preocupante: la batería se estaba agotando. Nos miramos incrédulos. Ya imaginábamos nuestros cuerpos evaporándose en un limbo sin tiempo. Rápidamente, la señora R. nos tranquilizó: “Hay otra forma de volver, piensen en un lugar y un tiempo en el que les gustaría mucho estar”. “¡La calesita de Don José, cuando yo era chica!”, contestó ilusionada una viajera.
Un destello, un sacudón y con la última reserva de energía, nuestra nave intertemporal nos depositó en la Galería Jonte. Antes que las letras electrónicas del panel de comandos se apagaran llegamos a leer la nueva fecha: 1974. La viajera que había propuesto el destino corrió hacia el fondo y se perdió entre los caballos de madera que subían y bajaban y el mar de chicos. Yo pensaba qué pasaría si se encontraba con ella misma. Pero enseguida me distrajo otra cosa: “¡Miren a Sánchez!”, nos dijo la Señora R. El pintor estaba subido a una escalera, haciendo retoques a su mural “La familia” en la entrada (*). “Ésta es la única galería de barrio que tiene un mural hecho por un artista reconocido en su época”, nos dijo la señora R., que no dejaba de instruirnos sobre la historia de Monte Castro. Y agregó otro dato: “Lo que sí, todas las galerías tienen una calesita atrás, pero la de Don José es la única que se conserva en nuestro tiempo, y allá nos va a llevar, síganme”. La seguimos.
Camino al fondo mirábamos las vidrieras: minifaldas, vestidos y camisas con estampados coloridos, pantalones acampanados y los Beatles sonando desde algún parlante. En la calesita, la viajera que había propuesto venir hasta acá estaba sentada junto a una niña, que jugaba a manejar un auto y saltaba de su asiento en cada vuelta, estirando el brazo para alcanzar la sortija que Don José primero le tendía y después le esquivaba.
En un abrir y cerrar de ojos, el cuerpo de la viajera se esfumó. “Ahora los demás”, dijo la señora R. y uno a uno subimos, mezclándonos, grandotes, entre los chicos. La calesita giraba al son de “La gallina Turuleca”. Fue nomás parpadear y estábamos en el presente, rodeados de otros niños y niñas. Y en lugar de Don José era su hijo el que hacía revolotear la sortija. ♦
FIN
♥ Link al Capítulo I
♥ Link al Capítulo II
(1) Otras fuentes consultadas:
– Leticia Maronese: Monte Castro, un barrio de Buenos Aires
– Sobre la arquitectura art decó en la Buenos Aires de los años 30
– Web de la Escuela Técnica 27
(*) Manuel Sánchez pintó su mural «La Familia» en 1964. Para más información, podés leer esta nota, publicada con motivo de la restauración del mural, en 2022.