La noche que Isabela se decidió a armar el equipaje abrió las cuatro valijas y las miró. Calculó: los libros que más le importaban iban a caber. A falta de ropa de invierno el espacio podía llenarse con su bien más preciado.
Dos días después estaba en el aeropuerto de Caracas con su hijo esperando embarcarse en el avión que los mudaría a Buenos Aires. Por los altoparlantes una voz masculina la reclamaba. Personal del servicio de inteligencia, perros adiestrados en busca de droga, una explanada sin nadie a quien pedir ayuda. Un militar increpándola. “Señorita, los rayos equis marcan que sus maletas tienen material biológico, ábralas por favor”.
El corazón de Isabela saltaba en su pecho. Había escuchado historias en las que agentes de migraciones extorsionaban a quienes dejaban el país a sabiendas de que iban con dinero encima. Abrió las maletas y “¿qué son estos libros? ¿usted trafica libros?” Parecía una broma porque sí, ella era parte de una comunidad en la que se llamaban a sí mismos traficantes de libros. Pero no en el sentido que preguntaba el militar, claro.
“Es un regalo para mis tíos de Argentina, son de la biblioteca de mi madre”, atinó a decir. Sobre el mar de tapas duras y blandas vislumbró el librito celeste con el mapa de Venezuela y le dijo “mire éste tiene un cuento que habla de mi bisabuelo”. Buscó la página del cuento La escuela del maestro Agustín y le leyó: “En Charallave vive Guillermo, Guillermo es propietario de un camión, un Chevrolet, en él carga carbón, papas, naranjas, limones, cambures, patillas, mangos, pelones o llamas, café, apio, ñame. A Guillermo todo el mundo lo aprecia, se gana la vida trabajando de sol a sol, Guillermo es un ejemplo.”
El militar escuchó con la expresión inmutable. “Cierre las maletas y vaya”, le dijo. “De verdad dicen que todos querían mucho a mi bisabuelo Guillermo porque tenía ese camión y repartía todo eso”, cuenta Isabela, seis años después, sentada en una mesita de Ifigenia Café Literario.
De puro aburrida
Ella se crió en Miranda, “un pueblito rodeado de fincas de naranjas”, dice e hilvana con los libros: “leía mucho porque me aburría tanto, no había nada para hacer. Vivía con mi papá que trabajaba en el campo y con mi mamá que tenía un pequeño negocito en el pueblo y era maestra en la escuela. Ella me inició en la literatura”.
Décadas antes, otra que se había aburrido, no por vivir en un pueblo sino por su condición de mujer, fue la autora venezolana Teresa de la Parra. “Diario de una señorita que escribía porque se aburría” era el título original del libro que a Isabela le hicieron leer en el colegio.
“Teresa estaba tan aburrida siendo mujer –que en esa época era tejer, coser, hacer la comida– que por eso escribía. Después le cambió el nombre a su libro y le puso “Ifigenia” porque según el mito griego Ifigenia es la que se sacrifica para que los hombres puedan llegar a Troya, es el sacrificio de la mujer en pos del hombre.” Isabela volvió a ese libro años después y ahí le cayó la ficha sobre el trasfondo del mensaje, precursor del feminismo en Venezuela en la primera mitad del siglo XX.
“Me obsesioné con Teresa”, dice Isabela y cuenta que se puso a buscar cualquier carta, conferencia o texto suyo que en algún lugar haya quedado impreso. Todo ese material trajo a Argentina y también trajo el nombre del libro para soltarlo en la marquesina de su café literario.
El Mono
Tres años llevaba Isabela en Buenos Aires. Su hijo se había adaptado más fácilmente que ella al cambio de vida. Mientras que a él la escuela lo había contenido, se había hecho amigos, a ella le pesaba la soledad. Hasta que conoció al Mono. “¡Esto es muy divertido, nos conocimos por Tinder!”, dice y larga una carcajada.
“Yo trabajaba en una cafetería, terminaba mi turno a las dos y media y a las tres habíamos quedado encontrarnos en la plaza Mafalda. Antes de ir preparé un termito con café. Pensaba: ¨si es un loco lo baño de café y lo quemo. Y si me cae bien le digo mira, te traje un cafecito¨. Y así fue, él ya me estaba esperando, yo me senté a su lado y le ofrecí el café, caminamos un rato y así empezamos.”
Un cartoncito arrancado de un envase de yerba le sirvió a Mono para dejarle un mensaje de amor a Isabela: “Quiero cocinarte hasta que me muera”, le escribió un día de esos primeros en que flotaban en la dicha de haberse encontrado. Él venía de Rosario y también tenía poca red afectiva en Buenos Aires.
“Fue lindo porque Mono siempre me proponía hacer cosas, ¨vamos al teatro, vamos a escuchar tango¨. Y yo siento que él me acercó a entender la idiosincrasia argentina. Ahora recontra tomo mate y me hace falta y entiendo por qué me hace falta. Eso tan visceral que hay acá lo puedo entender mejor porque me enamoré de un argentino”.
Horacio Vázquez, el Mono, es narrador y locutor, graba audiolibros, es músico y es cocinero. A poco de estar juntos el sueño de abrir un barcito fue tomando forma. “A los dos nos encanta comer, cocinar, jugar con los sabores, entonces claro, la carta la armamos juntos”, cuenta Isabela en la mesita de Ifigenia mientras tras la barra Mono prepara un tostado con tomate asado.
La esquina cultural
Buscaban una ochava en un cruce de calles tranquilo y con bicisenda; la encontraron en César Díaz y el pasaje El Método. Ya tenían la biblioteca y los libros. El Mono compró un combinado en una casa de antigüedades y fueron haciéndose de una colección de discos de vinilo.
Las tazas, un espejo, las sillas, una máquina de coser, la lámpara que cuelga del techo: toda la ambientación remite a una casa de abuela. “Nosotros queríamos que fuese analógico el lugar”, dice Isabela, “dar la sensación de que estás en otra época, no en esta modernidad atosigante”.
Un día llegó a Ifigenia una profesora de filosofía que fue derecho a la biblioteca a inspeccionar con ojos de curadora los lomos de los libros. “Ella tiene un taller de filosofía y literatura y vino a proponernos hacerlo acá porque le encanta el lugar”, cuenta Isabela cómo el barcito se va integrando al barrio, nutriéndose de propuestas de vecinos.
El taller de Sonia Amambai (en Instagram es @slaprofe) pondrá en diálogo poesías de Raymond Carver con Heráclito.
También una violinista y un guitarrista, una pareja que cuando se mudó al barrio se decían “ojalá hubiese un barcito donde pudiéramos tocar” encontraron en Ifigenia lo que añoraban. Ellos son @lamanijatango y “van a tocar todos los domingos de noviembre a las siete de la tarde en la vereda, como una intervención sencilla para compartir con los que quieran acercarse”, invita Isabela y su voz vibra con la satisfacción de quien está viviendo su sueño cumplido. ♦
Ifigenia Café Literario
César Díaz 2249 y pasaje El Método
Instagram: @ifigeniacafe
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