Cae el sol y un puñado de chicos y chicas la rodean. ¡Dai! ¡Tía! ¡Vamos a la plaza! ¡Aunque sea a las 12 de la noche! “Es algo de locos, sus ojos me lo piden a los gritos. Y a mí me ilumina hasta los huesos.” Con cuarenta y un años, Daiana es una morocha de músculos despiertos. Su mirada trasluce un mar de fondo difícil de abarcar.
Ella y esos niños son vecinos de La Chavi, un conjunto de viviendas precarias distribuidas en cinco pasillos en un terreno tomado sobre San Blas entre Terrero y Andrés Lamas. “Hoy entraron dos familias más con cinco y siete niños cada una. Son mujeres a las que conozco, antes vivían acá y se fueron, como muchísima otra gente, por no aguantar más. Pero volvieron porque no pueden alquilar”, escribía Daiana en un whatsapp a mediados de septiembre a esta periodista.
Lo que había que aguantar
Sobre esa cuadra de San Blas, dice ella, hace unos años no salía el sol. Aunque en el resto del barrio el cielo estuviera despejado ahí todo era oscuridad.
“Por acá no pasaba nadie porque terminaba robado. Veías a las personas rogando por favor que le devuelvan al menos el DNI, con la cabeza golpeada. En la comisaría había denuncias de vecinos pidiendo que desalojen la Chavi, porque les robaban a los hijos saliendo del colegio, les pegaban cuando se iban a bailar y la gente sabía de dónde eran porque los veían entrar siempre en el mismo pasillo.”
Un día este grupo violento tomó de punto a Daiana. Todo empezó cuando una mujer empujó a su hijo adolescente y ella saltó a defenderlo. Lo que comenzó como un altercado se convirtió en una guerra, así la define ella. “Eran tres familias que vivían en ese pasillo. Las mujeres, madres e hijas, me tomaron bronca. Se juntaban en grupo y donde me veían me pegaban. Me rompían los vidrios y me pateaban la puerta, de día y de noche.”
Ella vivía en la casa de su padre, que estaba ahí desde siempre, desde que el galpón enorme que supo ser depósito se transformó en viviendas. Vivía con él, con sus hijos Denisse y Juan, que ya iban al secundario, y con su pequeño Ian. “Desde el día uno” compró una heladera comercial y, aprovechando que la cocina daba a la calle, puso un negocio de venta de bebidas frías.
Martínez
Un recuerdo de primer grado: subida a un banquito para llegar a verse en el espejo del baño, Daiana se peina sola y se hace una colita. Afuera del baño, once tíos y tías, primos y primas, abuelo y abuela, están ocupados con otras cosas. La mamá se fue temprano al trabajo.
Desde que su mamá y su papá se separaron, vivía en esa casa de Martínez, a pocas cuadras de Unicenter. “Si bien la casa era grande había muchas necesidades, cosas que mi mamá no permitió que yo me dé cuenta. Ella me mantenía en una burbuja, lo malo me lo daba vuelta y se esforzaba porque vea la parte positiva. Yo creí en los reyes y en Papá Noel no sé hasta cuando, hasta que me enamoré.”
De chiquita Daiana practicaba Taekwon-do, después Fight-do, después Tae-bo, después MMF (mix martial fitness) y llegó a ser instructora.
“Mi papá trabajaba cerca de mi casa en un pool, entonces a veces se pegaba una escapada para verme. Pero no siempre que yo quería, porque yo lo extrañaba demasiado.” A los once años Daiana empezó a viajar sola para poder ver a su papá. Durante años repitió ese recorrido de Martínez a Paternal. “Y así conocí al papá de mis hijos porque él era chofer de la línea 21. Era como un destino. Siempre que lo tomaba iba con él.”
Una de superhéroes
Daiana ya se acercaba a los treinta y sus hijos mayores a la adolescencia. Hacía un tiempo que se había separado y alquilaba un departamento. Un día la llaman para decirle que el papá está muy mal, que lo tiene que ayudar. Y no duda, levanta todo y se muda a la Chavi con él.
“Él estaba super enfermo. Yo estaba embarazada de Ian. Cuando nació, mi papá como que se curó. Los médicos no lo podían creer. Volvió a tener la fuerza de antes. Ian empezó a crecer, yo trabajaba, iba al gimnasio, él se quedaba cuidándolo y eso lo hizo volver a vivir.”
Hasta que empezó la guerra entre vecinos. “Yo quería que nos mudáramos pero mi papá no quería. Y sin él yo no me iba a ir porque era como dejarlo en la boca del lobo.”
A la impotencia le sucedió el regreso de la enfermedad. “Mi papá siempre fue como un super héroe para mí y mirá lo que es la vida que terminé internada con él durante un año en el hospital Álvarez. Lloraba arriba suyo y le decía ¨qué voy a hacer cuando te vayas¨. Y él me decía ¨vas a vivir una vida tremenda, porque si bancás todo lo que bancás, va a ser impresionante¨. Falleció de cáncer en la médula hace cinco años.”
El fin de la guerra
La furia se apoderó de Daiana. Una necesidad irrenunciable de poner punto final a la violencia que recibía, la desbordó. “Un día me agarró con un machete la líder de ese pasillo, yo logré sacárselo y ay dios, nunca pensé pegar tanto. Otro día les patié la puerta. Les tiré nafta y entre un montón me frenaron porque les quería prender fuego. Al otro día les empecé a tirar botellas de cerveza a su pasillo, que reventaban adentro. Y les dije que hasta que no se vayan no iba a parar. Creo que veían en mí que ya no me importaba nada. En un momento nos miramos y les dije ¨esto es así, son ustedes o soy yo¨. Ellos veían que yo estaba totalmente ida. Y se fueron.” La victoria la hizo sentir poderosa. Cuenta que poco a poco en la cuadra volvió a brillar el sol. “Empezaron a pasar autos primero, después gente, después más gente. Volvió a ser una cuadra normal. Ahora hay conflictos, pero de la puerta para adentro, nadie molesta a nadie fuera de su entorno.”
La pandemia, la plaza, el merendazo y la olla
Desde ese momento de quiebre una idea la impulsa. “Antes no me iba por no dejar a mi papá y ahora no me voy porque siento que por algo aparecí en la Chavi.” Acuñó para el grupo la palabra vecinbanda y empezó a decir a sus vecinos que la unión hace la fuerza.
Llegó la pandemia. Los chicos en las casas, la falta de trabajo, el miedo al contagio. ¿Qué podía hacer ella por su vecinbanda? Primero creó un grupo de whatsapp al que fue sumando cada vez a más vecinos y ya supera los sesenta. Apenas reabrieron las plazas, juntó a la chiquilinada y la llevó a la de Pappo. Ahora es una cita obligada, ella y un abanico de niños de todas las edades que corren a su alrededor, juegan a la pelota y hablan, hablan mucho. “Para ellos es como una terapia”, dice Daiana.
Viendo de cerca tanta gente que no tiene ni para comer, ella traía el sueño de armar un comedor. Esa idea tomó la forma de un merendazo los martes y una olla solidaria los viernes. Aprovechando esa cocina que da a la calle, pone una mesita en la puerta y ahí sirve las viandas. “Es algo tremendo que venga gente que no te conoce y te pida si podés hacerlo un día más. Que vengan con tachos para agarrar la comida y vos le ponés papel en el fondo para que no se sienta el olor a guiso porque te das cuenta que van recorriendo distintas ollas cada día y que no tienen ni dónde lavar el tacho ni detergente.”
En el chat de la vecinbanda van y vienen los mensajes que piden, que ofrecen, que agradecen. La solidaridad va cubriéndolos como un manto. “Hoy siento que me cuidan muchas personas. Pienso que hasta los que por ahí no me quieren mucho en la Chavi, se preocuparían si yo llego a decir que me voy.”
Si algo malo pasa, si algo amenaza con volver a tapar el sol, Daiana salta. “Salgo como loca, no me importa romperle la cabeza a uno, dos, tres, cuatro. Pero la violencia no es buena, mata el alma y la envenena, decía el Chavo, no? Pero si pasa una vez, pasa dos veces, pasa tres veces y no aparece la policía no te queda otra que reaccionar para que no se vaya todo de eje, para que no terminen vendiendo acá lo que consumen ellos y un montón de cosas más. La idea es sumar y que nada vuelva a ser tóxico como antes.” ♦
(*) Para contactar a Daiana Campos, ver su trabajo y ayudar con donaciones, pueden hacerlo a través de su facebook.