Un cable a tierra en Floresta

¿Qué tan importantes son los espacios comunitarios en la vida de las personas? Para quien dude de la respuesta, aquí va la historia de Nicolás Sicilio, un veinteañero criado en Floresta.

Año 2004, un mediodía cualquiera los chicos salen de la escuela “Rosales” y se dispersan por la calle Mercedes. Nico, alumno de séptimo, cruza Magariños Cervantes sacándose el delantal. Con el sol sobre su cabeza, en vez de seguir a su casa entra al polideportivo, y va derecho a las canchas de tenis.

La blanca y desgastada red conoce al chico y es testigo de su primer gran golpe de revés. Raquetazo tras raquetazo, Nico logra sus primeros points en matchs con amigos. “En vacaciones, nos levantábamos a las ocho la mañana para ocupar la cancha en el primer turno, porque después se llenaba”, recuerda hoy. Las ganas de mejorar su técnica lo llevaron a Vélez, pero al poco tiempo se dio cuenta que el deporte elegido, para jugarlo en serio, requería una inversión económica que estaba fuera del alcance de su familia. “No sé si me interesaba ser profesional, quería perfeccionarme. Y finalmente lo hice, de tanto jugar en el “Poli”, mirar partidos y practicar.”

Así como el Polideportivo Pomar lo acercó al tenis, otros puntos brillantes en el mapa de Floresta marcaron su camino. Porque esta no es la historia de un tenista, sino la de un chico de barrio al que el mismo vecindario le fue cambiando la vida.

Nicolás Secilio es hijo de un ingeniero agrónomo y una psicóloga. Tiene un hermano mellizo, de profesión economista. Avanzaba la segunda década del siglo XXI, su hermano iba a la facultad de Ciencias Económicas y él viajaba a Ciudad Universitaria. Cursaba Física, dudaba si pasarse a Astronomía y mientras tanto trabajaba como cadete administrativo unas horas al día. Los fines de semana iba a la cancha a ver a All Boys, salía con amigos a patear el barrio o a tomar una birra. Y fue pateando el barrio que en el 2013 llegó al Corralón. Llegó siguiendo el llamado de un colectivo de jóvenes, “Hagamos lo Imposible”, que lo invitaron a una actividad. Una liberación de creatividad y cultura provocaron un estallido en su cabeza cuando traspasó el portón. Adiós la física, adiós la UBA. Su corazón quería ir por otro camino.

Tras los muros del viejo Corralón

Entre grafitis y murales, entre las gruesas paredes y su estructura de hierro, era un espacio que latía pasado y ardía presente al calor de los vecinos que lo llenaban de talleres y proyectos culturales, sociales, educativos, científicos. “Yo no estaba en la búsqueda de nada y me encontré con un montón de cosas. Fue amor a primera vista con un grupo amoroso y recibidor”, Nicolás no ahorra adjetivos, no escatima cariño al recordar. “Vi que había una gama infinita de cosas que se podían hacer, de propuestas al alcance de todos.”

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En una época en que las huertas urbanas no eran cosa corriente, en el Corralón había gente sembrando la tierra. “Que exista una huerta a ocho cuadras de mi casa era un montón para mí. ¡Estábamos aprendiendo a plantar sin químicos en plena ciudad!”, subraya Nicolás el contraste. “Nos visitaban de los jardines de infantes y de las escuelas primarias, eso se sentía bien porque era una forma de retribuir a la sociedad. Vi que podía hacer algo con los vecinos y vecinas para la comunidad, algo social, que también es político.”

Cuando llegaba la noche, entre los pinos instalaban un proyector y una pantalla, de la biblioteca sacaban sillas y sillones que hacían las veces de butacas y daban inicio al ciclo que llamaban “cine en el bosquecito”. Miraban documentales de agricultura y terminada la película el debate se extendía alrededor de un fogón hasta que la luz de las llamas iba bajando su intensidad.

Floresta y el mundo

Con las manos en la tierra Nicolás amasaba un presente multifacético. A la vez que planeaba un viaje a Bolivia y Perú con amigos, se anotaba en un curso de gasista y plomero. Viajó a Machu Pichu cargando en su mochila un pasaje de vuelta fechado para llegar a tiempo al inicio de la cursada en la escuela técnica N° 37, de Pergamino y Alberdi. “Los oficios son unas herramientas laborales hermosas”, descubrió Nicolás haciendo estos cursos. Y por ese camino siguió adentrándose. Alguien le contó que en el Ex CCDTYE Olimpo también podía estudiar. A cargo de una organización llamada Voces de Barro para la Inclusión Social, había cursos abalados por el Ministerio de Trabajo. Y se inscribió en uno de Instalaciones Eléctricas y Electrónicas. Su profesor lo tomó de ayudante y con él fue ganando experiencia.

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Estudiaba, viajaba, iba al Corralón. Venezuela fue su segundo gran destino. En ese viaje, dice, aprendió mucho de política. Y hoy en día le toca ayudar a una familia venezolana que lo acogió en su casa y ahora quiere vivir en Argentina. En 2018 otros aviones lo llevaron a Europa. “Me encanta viajar y algo muy loco es que a cada lugar del mundo que voy, me encuentro a alguien de Floresta”.

Cuando el Corralón aún era un espacio autogestivo, Nicolás también participó de un taller de recreación que “le voló la cabeza” y otra puerta se le abrió. La Subsecretaría de Deportes de la Ciudad lo contrató para dar talleres de liderazgo juvenil. “Era un plan que buscaba formar a chicos jóvenes de barrios populares, con pasta para ser profesores. Con una pareja pedagógica íbamos a darlo en distintos clubes.” A pesar de las ganas que le pusieron Nicolás y sus compañeros, a pesar del interés de los clubes, el Gobierno desistió del proyecto, que finalmente quedó en la nada. Pero lo que no se diluyó es su deseo de seguir por ahí: hoy está terminando la Tecnicatura en Tiempo Libre y Recreación.

A un paso de los 30

Hoy Nicolás es un experto electricista, con su auto va a donde lo llamen, y allá donde va, cultiva las relaciones humanas. “Mi trabajo también tiene una parte social, de encuentro. Uno entra a las casas y eso ya implica un mínimo de confianza.” “Me encanta hablar con los clientes, explicarles. Si se abren, contarles sobre electricidad, sobre las medidas de protección.” También da clases en el Centro de Formación Profesional de Mataderos y publica en su Instagram @tassi.electricidad cada situación que le toca resolver.

“En algún momento me gustaría irme a vivir a un pueblito, en donde pueda seguir ejerciendo la electricidad, pero también tener mi huerta”, sueña con un pie en los treinta. Por ahora, la vida lo alejó apenas unos kilómetros de Floresta. Hace tres meses se mudó a un ph en Villa Lynch junto con su compañera y un amigo. Pero el barrio sigue presente en su mapa cotidiano: lo traen la familia, los amigos, los clientes y la “Huerta del Corra”. ♦

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