La Mercería

Marina Echevarría dice que Devoto es “el olor de los tilos”. Cada día camina desde su casa, en Beiró y Benito Juárez, hasta Cuenca 2536, para ponerse al frente de su Mercería.

Marina Echevarría dice que Devoto es “el olor de los tilos”. Cada día camina desde su casa, en Beiró y Benito Juárez, hasta Cuenca 2536, para ponerse al frente de su Mercería.

La Mercería

Marina Echevarría dice que Devoto es “el olor de los tilos”. Cada día camina desde su casa, en Beiró y Benito Juárez, hasta Cuenca 2536, para ponerse al frente de su Mercería.

Una mañana entra al local un hombre de unos setenta años con un buzo de jogging para arreglar. Quiere que le tapen un estampado que dice “Cruce de los Andes”. “¡A mí me encantaría cruzar la cordillera!”, le confiesa Marina, y enseguida agrega “pero no es para cualquiera, hay que estar entrenado”, pinchándose a sí misma el globo antes que el sueño crezca. “Vos podrías hacerlo, si querés yo te entreno”, la desafía el dueño del buzo.

Cuestión que cuatro años después, con el cuerpo acostumbrado a maratones de 12 km, aparece una amiga viajera, una periodista que recorre el mundo escribiendo sucesos de aquí y allá para el diario español La Vanguardia, que le dice: ¡yo te acompaño!”. Y así fue que el verano pasado, Marina cruzó los Andes caminando.

Devoto

Cuando tenía ocho años, Marina se mudó con su familia a Devoto. La plaza Ricchieri (ahora la plaza del Shopping) se volvió su lugar en el mundo, junto a la escuela pública Ruiz de los Llanos -que por ese entonces solo recibía a niñas- y el club del Círculo de Devoto. A pesar de la evolución del barrio, de los nuevos edificios y la proliferación de autos, algo permanece en su percepción: “Lo que yo amo de Devoto es el olor a los tilos y a los naranjos de Beiró. Eso para mí es lo característico del barrio, ese aroma que se te queda pegado”.

Vueltas de la vida

En la casona que actualmente aloja al Museo Sívori en medio del Rosedal de Palermo, antes había una confitería llamada El Hostal del Ciervo. Ahí trabajaba Marina como empleada administrativa cuando tenía veintitantos. Había una compañera que se llamaba Delia. En el año 90 la confitería cerró y las dos se quedaron sin trabajo.

Marina se mantuvo un tiempo haciendo piezas decorativas con esmalte sobre metal; conocía el oficio por un curso al que había asistido tiempo atrás, luego instaló un taller en su casa y más tarde pasó la fiscalización del Gobierno de la Ciudad para habilitar un puesto en la feria de Parque Lezama. “Después nació mi hija mayor, empezó a caminar, y tener el horno a 800 grados más el ácido nítrico se volvió peligroso, así que chau el taller”, sintetiza Marina.

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Mientras tanto, Delia había abierto la mercería junto a una socia. Los años fueron pasando. Marina tuvo otra hija. Se estaba separando de su marido y Delia, que había disuelto la sociedad, necesitaba a alguien que la ayude en el negocio. Con una hija de seis años y otra de seis meses, Marina tomó el trabajo que Delia le ofreció. “Y a la semana ya sabía dónde estaba todo, al mes ya iba yo a hacer compras, atendía, asesoraba y a la gente le gustaba. Delia estaba sorprendida”, recuerda Marina con una sonrisa en sus ojos claros.

Un regalo sorprendente

Dieciseis años compartieron juntas en la mercería. “Nos peleábamos todos los días porque en política pensamos opuesto, pero en lo demás ella era de consultarme mucho, siempre me hizo sentir partícipe y llegó un día que no quiso trabajar más. Ya estaba grande, quería descansar y me ofreció regalarme el negocio.” Ante tal desprendimiento, Marina decidió corresponderle pagándole el valor de una jubilación cada mes, cosa que pudo sostener hasta la debacle económica de los últimos años.

La Mercería tiene como slogan “Coser y bordar es todo empezar”. Está escrito en letra cursiva bajo el logo en la vidriera. Antes de la cuarentena, era habitual ver en el local un grupo de gente, en general mujeres, reunidas alrededor de una mesa, sobre la que habían desplegado sus lanas, hilos, agujas, bolillos. Cada una atendiendo a su labor y a las indicaciones de la profesora. Compartiendo un rato y aprendiendo alguna técnica. Confiesa Marina que estos cursos es de lo que más extraña desde que empezó la pandemia. Se comenta en el barrio que la calidad de las profesoras es una maravilla. La misma Delia está a cargo del curso de bordado. Mabel es la profe de tejido -años atrás solía enseñar por TV en la recordada señal “Utilísima”, al igual que Patricia, la profe de macramé. “Y Norma, la profesora que enseña encaje de bolillos también es un lujo, llegó recomendada por una clienta muy habilidosa”.

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Sociología en una mercería

“Algo lindo que veo desde el negocio, es cómo va evolucionando la deconstrucción, esa palabra que se usa ahora”, responde Marina a la pregunta por los cambios en la clientela a lo largo del tiempo. “Puede pasar que venga una pareja de veintipico a averiguar por las clases de tejido, pero resulta que el que quiere aprender a tejer es el varón; o que un cliente te diga: ¨de la ropa me ocupo yo, porque mi mujer no cose ni un botón¨ pero lo dice riéndose. Notás que ahora hay otro tipo de compañerismo en las parejas.”

Y no solo los jóvenes cambiaron a los ojos de Marina, también las mujeres mayores: “Cuando yo empecé a trabajar acá, venían las señoras grandes y eran ancianas con el pelito blanco. Con el paso de los años, mujeres de la misma edad ya no son tan ancianas. Van a aquagym, estudian esto, lo otro, salen a tomar un café con amigas. Se permiten encontrar un espacio para el disfrute.”  Marina describe así un proceso del que ella misma es parte. Ahora que ya cruzó los Andes, el desafío que la tiene ocupada es aprender a andar en bicicleta. ♦

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