Bar Homero

Él es el mayor de tres hermanos; ella, la menor de dos.  Las calles del Once fueron el paisaje de la infancia de ella; el de él, un pueblo llamado Virrey del Pino. Él soñaba ser periodista, ella ingeniera. Cuando se conocieron les resultó evidente: “es con él, es con ella”. Después, la vida hizo el resto.

¿Qué ves en Cuenca y Nogoyá? Comercios y autos, gente que cruza, que mira vidrieras, chicos y chicas camino al club, a inglés, a la escuela, mamás, papás, abuelos, abuelas, empleados de todos esos comercios. Bullicio. Pero en una de las cuatro esquinas, si entrás, podés sentarte al lado de una fuente circular y tomar un café escuchando el sonido del agua. En un rincón, medio escondida, hay una biblioteca. Si te pedís algo rico, lo hogareño se colará en el sabor de la torta de manzana o el alfajor de maicena. Una porción de techo vidriado deja entrar la luz del día. Una veintena de mesas, la barra y atrás de ella, Ignacio. Eso es Bar Homero.

“Este es un lugar de encuentro de la gente de Villa del Parque”, afirma su dueño expresando lo que sucede y a la vez es su deseo. “Yo trabajé durante veinte años con el propietario anterior como encargado, hasta que un buen día él me ofrece como indemnización quedarme con el fondo de comercio y el compromiso de saldar deudas que se le habían acumulado. Eso fue hace dos años. Las deudas, por suerte, ya las pagamos. Y ahora estamos tratando de sobrevivir al momento económico.”

Junto a Ignacio está Patricia, que además de su esposa es la responsable de todo lo rico que ahí se puede degustar. “Cocino desde los diez años y me encanta, es mi lugar en el mundo”, dice y cuenta que durante veinticinco años trabajó en una imprenta que fabrica etiquetas autoadhesivas. “Hace tres empecé a estudiar pastelería con la idea de poner un bar pequeño, con algunas mesas, cuando me recibiera. ¡Y de pronto nos encontramos con esto! El viernes pasado renuncié a la imprenta, así puedo abocarme a cocinar cien por ciento para el bar. Además de las tortas, los alfajores y las mermeladas, que ya son caseros, pronto los panes de los desayunos y meriendas también los voy a hacer yo.”

Tras el sueño de la casa propia

A pesar de las diferencias, hay en las infancias de Ignacio y Patricia algo en común: los dos crecieron con padres laburantes cuya ambición era tener la casa propia. Ese sueño llevó a la familia de Patricia a mudarse del Once a Soldati y a la de Ignacio de Virrey del Pino a Laferrere.

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Ella, en el Once, vivía con una mamá que confeccionaba vestidos de novia y un papá camionero. “En ese momento había un programa del Fondo Nacional de la Vivienda donde vos te anotabas, y si salías sorteado te daban la propiedad. Mi papá lo ganó y en lugar de seguir alquilando fuimos a vivir ahí. Cuando yo tenía trece mi mamá falleció, entonces pasé mi adolescencia muy custodiada por mi papá, casi como hija única porque mi hermano era catorce años mayor que yo. Durante las tardes salía a la puerta y ahí me encontraba con todos mis amigos, entre los edificios teníamos mucho parque para jugar.”

Eso de los chicos juntándose a jugar en un espacio compartido también tiene ancla en la memoria de Ignacio: “En Virrey del Pino había un club muy grande donde convivíamos todos los pibes” -dice, y cuenta que en ese pueblo del partido de González Catán, su papá trabajaba de tornero en la fábrica de Mercedes Benz. “Como la casa en la que vivíamos era alquilada, cuando tuvimos la posibilidad de comprar, nos mudamos. Yo tenía trece cuando fuimos a Laferrere”.

¿Cómo era Laferrere?

Ignacio: Era un barrio popular, de gente laburante, comercialmente muy importante. Crisis como la que estamos viviendo ahora pegan fuerte, pero cuando hay un poquito de plata es mejor que el centro para poner un negocio porque la gente consume, gasta, es todo una fiesta. Una primer camada de inmigrantes italianos fueron los que sentaron las bases de la urbanización y los que en esos años ochenta estaban en mejor posición; también estaba el nativo al que le costaba un poco más, pero igualmente era gente de trabajo.

En Laferrere hice el secundario y luego trabajé durante quince años en una sastrería, a la que entré a los dieciocho como cadete y después pasé a vendedor, hasta que un día me llama por teléfono el primo de ella y me dice: “voy a abrir un bar en Villa del Parque y necesito alguien de confianza, quiero que vos lo manejes”.

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¿Ustedes dos, cómo se conocieron?

Patricia: Nos conocimos en el casamiento de su hermano, hace veinticinco años. Yo era la amiga de la novia y él era el hermano del novio. Me sacó a bailar, una copa de más, esas cosas que pasan y acá estamos.

Camino al andar

En la edad de ensayar quién ser, Ignacio se acercó al periodismo -hizo la carrera en el Círculo de la Prensa- y Patricia estudió ingeniería durante tres años. “Nunca busqué siquiera trabajo de periodista porque tenía que pagar la olla, no había tiempo”, explica Ignacio sin lamentarse. Lejos de esos años, en una etapa de la vida en la que ya se jugaron varias cartas, con un hijo adolescente, los dos confiesan que su sueño es tener un bar cultural y que de a poquito quieren que Bar Homero se convierta en eso.

Estamos abriendo el espacio para que una vez al mes vengan artistas o artesanos a dar talleres. Hoy a la tarde hay uno de macramé, también va a empezar uno de pintura y otro de tejido. El objetivo es que la gente que se acerca al taller, que muchas veces son habitués del bar, pase un rato agradable y conozcan a otra gente” -afirma Patricia con entusiasmo por el proyecto.

A mí me encanta conversar- y en el bar sos un poco psicólogo, confidente, yo soy muy amigo de mucha gente porque me gusta ese trato. Más allá que buscás el rédito comercial, es lindo hacerle sentir al otro que te importa, fundamentalmente porque eso te hace bien a vos. Creo que la gente me quiere, a pesar de mi locura” -reflexiona Ignacio y con su declaración demuestra que lo que está en la esencia de una persona de un modo u otro se cuela en su quehacer, seas periodista o estés atrás de una barra atendiendo tu propio bar. ♦

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