«Sahores me adoptó»

Pablo Gerez dedica su vida a ayudar a los clubes de barrio. Es el Secretario General de Villa Sahores e integra el Consejo Asesor que representa a los clubes frente al gobierno. La suya es una historia de vida atravesada por la violencia que gracias al club pudo sanar. En un ida y vuelta, él quiso limpiar de violencia también a los clubes y que la lógica que prime sea la de la solidaridad.

Pablo Gerez dedica su vida a ayudar a los clubes de barrio. Es el Secretario General de Villa Sahores e integra el Consejo Asesor que representa a los clubes frente al gobierno. La suya es una historia de vida atravesada por la violencia que gracias al club pudo sanar. En un ida y vuelta, él quiso limpiar de violencia también a los clubes y que la lógica que prime sea la de la solidaridad.

«Sahores me adoptó»

Pablo Gerez dedica su vida a ayudar a los clubes de barrio. Es el Secretario General de Villa Sahores e integra el Consejo Asesor que representa a los clubes frente al gobierno. La suya es una historia de vida atravesada por la violencia que gracias al club pudo sanar. En un ida y vuelta, él quiso limpiar de violencia también a los clubes y que la lógica que prime sea la de la solidaridad.

En todos los recuerdos de Pablo se cruza el fútbol, con sus claroscuros. El primero es de 1976: “A los cuatro años tuve la suerte de ver el partido debut de Maradona en primera división, acá en la cancha de Argentinos, cuando jugó contra Talleres de Córdoba.” Pablo iba a la cancha con su papá, un compañero de trabajo del padre y su hijo, Cristian, de su misma edad. El recuerdo de Maradona se estrella con otro: “Después la historia nos separó. Mi papá se tuvo que exiliar y el papá y la mamá de Cristian están desaparecidos”.

Estocolmo fue el destino de su padre y la selva misionera el suyo y el de su madre. En esa provincia vivía la familia materna, ahí estaba el tío que “era un ídolo de fútbol, jugó en Deportivo El Dorado mucho tiempo. Hasta el día de hoy que tiene casi 80 años sigue jugando la pelota y sigue haciendo goles. Y de cabeza. Es un crack”, dice el sobrino.

En Misiones vivieron clandestinos en una casita de barro en la cima de un barranco. Abajo corría un arroyo y junto al cauce de agua tenían siempre una canoa lista. “Mi tío nos decía que cualquier cosa rara que viéramos o escucháramos nos subamos a la canoa y crucemos a Paraguay”. Dos años vivió en medio de la naturaleza.

Del regreso a Buenos Aires Pablo recuerda un viaje largo en camioneta y los festejos del mundial del 78. En la ciudad empezó la escuela. “A mí me decían Chita, como la mona de Terzán, porque los nenes no entendían cómo yo andaba descalzo y trepaba por todos lados. Subía a los árboles, saltaba, andaba por arriba de los techos, me colgaba de donde sea”.

La vida clandestina continuó en Buenos Aires. Había que mudarse seguido. De primero a cuarto una escuela, de cuarto a sexto otra. En ese período su mamá formó una pareja y nació su hermana.

Cada tanto su abuela paterna le leía las cartas que le mandaba su padre. Un día de cuarto grado, la carta llegó con un par de pasajes: el papá quería que él y su mamá viajaran, poder verlos durante el mundial que se jugaba en España, porque acá seguía la dictadura y él no podía volver. “Pero no viajamos porque mi vieja tenía mucho miedo; le recomendaron que no salgamos del país, que sigamos así como estábamos.” Para entonces su mamá se había separado y vivían en la casa de su tío.

“Hasta que mi vieja se pone en pareja con Emilio, que fue mi padrastro.” Comenzó la democracia y se mudaron juntos a San Miguel. “Fuimos a un barrio muy lindo, que tenía una mística de pueblo, con calles de tierra. Mi casa estaba enfrente de un campito muy grande… era el sumun para mí”, Pablo por primera vez sintió que tenía un hogar, pero a los 16 se fue de su casa. “Mi padrastro era un hombre con principios firmes y yo siempre fui muy rebelde. Como no aceptaba límites y no me importaba absolutamente nada, quería experimentar todo, era imposible una vida en común.”

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Se entregó a los códigos de la calle junto a un grupo de amigos que le hizo “errar el camino”, dice ahora. “En San Miguel todo era por pelea. A veces por unos zapatos o por una ropa o por un pedazo de pan, siempre había que pelearse, entonces aprendí a pelear muy bien. Y después la cancha no me ayudó mucho tampoco.”

Pablo no esconde nada, expone su Dr. Jeckyll y Mr. Hyde. Dice que “después de esconder tanto, una vez que encontré la salud de mi corazón, no quise esconder nada más”.

Con el corazón sanado

A los veintipocos se había casado con Paula y tenía dos hijos: Camila y a Lautaro. “Era un momento malísimo de mi vida, el peor de todos, estaba al borde de dejar este mundo terrenal”, dice Pablo y da la impresión de que no exagera. En el jardín del hijo les habían recomendado que lo lleven a un club y así llegaron a Villa Sahores.  “Sahores me adoptó. Por eso voy a remarcarlo siempre: los clubes salvan a los chicos y salvan a los grandes.

– ¿Por qué decís que Sahores te adoptó?

– Éste era un club de gente mayor, de viejos tangueros con miles de historias, que también tenían la universidad de la calle, del barrio, esa cosa linda. Y a mí me maravilló caer acá.

Llegó el día en que el hijo de Pablo jugaba su primer partido. Era en un club de Palermo, supuestamente muy tranquilo.

“Entramos al club y veo que había una debacle adentro de la cancha. Se pegaban entre los papás, los chicos lloraban. Ahí me pasó una cosa rarísima y agarré al técnico nuestro y lo saqué a la calle, agarré a un padre y también lo saqué. Y nadie entendía nada. A mí no me conocían. Decían: ¨¿quién sos vos para meterte en el medio?¨ El partido se jugó y se terminó. Los delegados del otro club después me vinieron a agradecer que les dí una mano también. Y así fue como me adoptaron.” Esa anécdota dice Pablo que todavía está latente, la recuerdan entre los pocos viejos que quedan.

La no-violencia que él estaba trabajando consigo mismo la trasladó al club. “Siempre se armaba pelea en los partidos de los chicos. Todos decían ¨es muy violento¨ y yo me reía de esa violencia, para mí era nada. Eso me dio la posibilidad de limpiar primero a Sahores y después también muchos clubes.” Pablo llama “limpiar” a poner reglas de convivencia que sean un límite para los padres agresivos. A aquellos que las trasgredían se les prohibía el ingreso al club y Pablo se ocupó de que eso se cumpla. “Hablando, sin pelearme con nadie. Algunos por ahí se ponían un poquito más duros pero supieron entender que este lugar no se ensucia, que es para nuestros hijos, y se fueron yendo solos. Así se pudo hacer un fútbol distinto.”

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Sillas prestadas

En Sahores Pablo fue entrenador y fue presidente. Ahora en el club tiene el cargo de secretario general y fuera del club preside la Federación de Entidades Sociales y Clubes de Barrio Unidos (FESCBU).

Su participación está enfocada al vínculo entre las instituciones y a hacer llegar las necesidades de éstas al gobierno. Integra, junto a Claudia Miranda, la tesorera de Ferrocarril Oeste (elegidos por el voto de todos los clubes), el Consejo Asesor del Deporte de Caba. Pero esta historia empezó un día que necesitaban sillas.

“Cuando me toca asumir como presidente de Sahores necesitábamos sillas y le digo a uno de la comisión directiva: ¨Necesitamos sillas y no puedo alquilar en ningún lado. ¿Y si le pedimos a Resu? o a Ciencia? o a Imperio?¨ ¨No, no conozco a nadie.¨ Bueno, agarré y me fui caminando. Primero caí en Resurgimiento, lo conocí a Dani (Daniel Saint Hilaire). Después me fui a Ciencia, lo conocí a Pablito (Pablo Salcito). Después me fui a Imperio y lo conocí a Manu (Manuel Tascón). Así empezó un poco la Federación. ¨Che, me faltan sillas.¨ ¨¡Sí, ¡llevátelas!¨.”

En 2021, pandemia y barbijos mediante, unos cincuenta dirigentes de clubes y centros culturales de Caba se reunieron en Villa Sahores para compartir problemas comunes y fundar la FESCBU. Saldaron así la principal falencia que, dice Pablo, tenían: la falta de comunicación entre los clubes.

Durante los años siguientes lograron tender una línea de diálogo con el ejecutivo de la Ciudad, de Nación y con la Legislatura porteña. Acordaron con las empresas de servicios subsidios de un 50 % a las tarifas de agua, luz y gas. Hubo programas para mejorar la infraestructura y otros que permitieron a los chicos que cobran una asignación familiar sumarse a las actividades deportivas.

Cómo será el período que se avecina en el actual contexto económico y político es un interrogante para los clubes.

“Ya sabemos el miramiento que tiene el gobierno hacia las instituciones barriales que están al servicio de la comunidad”, dice Pablo. Entre tanta incertidumbre lo que más le importa es “que los chicos no dejen de venir al club”.

«Si le cerramos la puerta a los que no pueden pagar la cuota estaríamos haciendo algo que va en contra de todos los principios de cualquier dirigente barrial», afirma, y queda claro cuál es el sentir que motiva la tarea social que realiza. Hacer que la lógica que prime sea la de las sillas que viajan de un club a otro y que esa solidaridad alcance para sobrellevar esta etapa, es el desafío que Pablo y los dirigentes como él tienen por delante. ♦

 

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